Desde la comodidad de mi salón observo, aterrado, el conflicto de moda (lo de Ucrania ya da igual, por lo visto). No me siento, ni étnica ni confesionalmente, militante de ninguna comunidad o conjunto de individuos. Me reconozco, en todo caso, culturalmente afín a esta civilización sensible con el dolor y el sufrimiento de los otros, independientemente de quién sea ese otro. Me enseñaron a tolerar aquello con lo que no estoy de acuerdo y sé que la construcción de la paz es un objetivo que empieza, necesariamente, por uno mismo.

Mi civilización, se llame como se llame, considera la guerra una atrocidad, un fracaso y la peor proyección de esa miseria que vive dentro de cada uno y que, por suerte, logramos tener casi siempre a raya. Mi civilización anhela la verdadera paz; no esa que se basa en un orden particular impuesto por la fuerza (“XXV años de paz” fue el lema de una campaña de Franco) sino en el pleno respeto a la libertad de conciencia, la democracia y la tolerancia.

Me duelen las víctimas de este conflicto proximoriental. Me duelen aún más cuando son niños y jóvenes ajenos a las decisiones de sus gobiernos. Me duelen también las muertes de los soldados enviados al frente. Y me duelen los rehenes, los prisioneros y sus desconsoladas familias, lleven chilabas, minifaldas, beban o no beban alcohol.

No entiendo, por tanto, a quienes, también desde su sillón, incendian las redes sociales con imágenes atroces y desgarradoras de víctimas de un único bloque del conflicto y con soflamas encolerizadas contras lo que consideran el bloque contrario (“los judíos”, “los musulmanes”). Quienes así actúan (desde Instagram, Meta, X, las Cortes, los megáfonos, mezquitas o sinagogas), no buscan la paz: polarizan a la opinión pública, exaltan esa urdida e irreal enemistad entre judíos y musulmanes y proclaman la incompatibilidad (también urdida) entre islam y Occidente. Quienes divulgan la barbarie de un solo bando se convierten en instrumentos de la causa radical y la propaganda extremista.

Esta no es una guerra de religiones. El 7% de los palestinos son cristianos, y hay drusos, chiíes, ahmadíes... En el otro lado, el israelí, tenemos a un 23% de ciudadanos musulmanes, un 2% de cristianos y más de un 20% antisionistas. Y, para colmo, el 65% de los judíos del mundo no viven en Israel, porque no quieren.

Insisto: esto no va de religiones sino de ambición y supremacismo. Israel debe detener los ataques y la incursión ya; ayudaría mucho a lograrlo que Hamás liberara a los rehenes civiles (33 de ellos niños). Mientras llega ese día solo puedo ponerme de un lado: el de los que quieren el fin de la guerra.

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