Insituto de Estudios Campogibraltareños

Felipe IV en Gibraltar en 1624: Crónica de una breve visita (I)

  • El 8 de febrero de 1624 partió de Madrid el joven Felipe IV rumbo a Andalucía y acompañado de su hermano don Carlos, el futuro conde-duque de Olivares y un amplio séquito

  • Entre los viajeros se encontraba Francisco de Quevedo

Una vista de “La vaya de Gibraltar” (1608), en vísperas de la llegada del rey.

Una vista de “La vaya de Gibraltar” (1608), en vísperas de la llegada del rey.

Gibraltar y Ceuta eran las plazas del Estrecho que guardaban la entrada del Mediterráneo para la monarquía hispánica en el siglo XVII.

Algeciras había quedado arrasada en el siglo XIV y sus términos, disputados por Tarifa, Jerez y Gibraltar, fueron concedidas a esta última ciudad en 1462 por Enrique IV. Gibraltar era la fortaleza de la orilla norte, un pequeño enclave islámico medieval conquistado para Castilla por el alcaide de Tarifa, Alonso de Arcos, en dicho año. Ceuta, que había sido portuguesa, se había pronunciado por Felipe IV de Habsburgo cuando, en 1640, Juan, duque de Braganza, se proclamó rey de Portugal. Tarifa, la tercera ciudad de la zona, carecía de la importancia de aquéllas al no contar con muelles de resguardo que permitiesen la recalada segura de embarcaciones de cierto calado cuando el viento soplaba con fuerza, como es habitual en el estrecho de Gibraltar.

Felipe IV era rey de España desde 1621, habiendo recibido, como parte de la herencia de su padre, la terrible guerra de los Treinta Años, que había estallado en 1618, al finalizar la tregua de los Doce Años. Desde los primeros compases de su reinado, participaba de los asuntos de Estado el todopoderoso Gaspar de Guzmán, después conocido como conde-duque de Olivares, imperialista en política exterior y reformista en la interior.

El Estrecho en los inicios del siglo XVII

En la geopolítica europea de comienzos del siglo XVII se dio un peculiar caso de posible alianza de España e Inglaterra cuando el príncipe de Gales, Carlos Estuardo, hijo del rey inglés Jacobo I, pretendió casarse con la infanta española María de Austria. Esto hubiese permitido unir la principal familia real protestante con la católica, y, quizás, terminar así con las guerras de religión. A la casa de Estuardo, que acababa de alcanzar el trono en Inglaterra, le interesaba establecer una alianza con la Monarquía española, como fórmula de fortalecer su posición y reconocimiento internacionales. El joven Carlos estaba tan interesado en María que llegó a plantear el retorno de su país al catolicismo.

No obstante, el esfuerzo diplomático fracasó tras largas e intensas negociaciones, incluyendo una visita privada del infante a Madrid. Llegó acompañado de George Villiers, I duque de Buckingham, que era el valido de su padre.

Su intención era conocer en persona a la bella princesa española a la que pretendía, de la que parece ser que se quedó prendado. La visita no resultó bien en términos diplomáticos, los ingleses se sintieron agraviados y, poco después, Buckingham ordenó un ataque sin éxito de la armada inglesa a Cádiz. Corría ya el año de 1625 y Carlos acababa de ceñirse la corona.

Por España corrió el siguiente soneto, contrario a la proyectada boda del Príncipe de Gales y la infanta María Ana:

“En hombros de la pérfida herejía / ved, Lisardo, que Alcides, o que / Atlante, el de Gales pretende (y su Almirante) / llegar al cielo hermoso de María / El príncipe bretón, sin luz ni guía, / alega, aunque hereje, que es / amante, y que le hizo caballero andante / La hermosa pretensión de su porfía / juntos se han visto el lobo y la cordera / y la paloma con el cuervo / anida, siendo palacio del diluvio el arca / Confusión de Babel en esta era / donde la fe de España está oprimida / de una razón de Estado que la abarca”.

Para su correcta interpretación, debe entenderse que Alcides es Hércules y Almirante es Buckingham.

En consecuencia, lo que iba a ser una alianza anglo-hispana se convirtió en otra franco-inglesa. El despechado pretendiente alcanzó el trono como Carlos I en 1625 y, de inmediato, contrajo matrimonio con la hermana de Luis XIII, a la que, curiosamente, había conocido en París cuando volvía de su infructuosa visita a Madrid. En 1649 murió ejecutado en la revolución encabezada por Oliverio Cromwell.

La alianza anglo-francesa hacía que la alianza hispano-austríaca volviera a afirmarse mediante la boda de María con su primo Fernando, hijo de Fernando II de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ella fue conocida como María Ana de Austria, emperatriz del Sacro Imperio.

En este contexto, Astrana Marín justifica que, “rotas […] las negociaciones para la boda entre el príncipe de Gales y la infanta María, receló Felipe IV uno de aquellos golpes de mano ingleses, y determinó pertrechar las costas de Andalucía”. De ahí el viaje, que, además, pretendía dar popularidad al nuevo monarca.

En la comitiva real, acompañaban a Felipe IV su hermano, el infante don Carlos, el conde de Olivares y un amplio séquito que incluía, además de a Francisco de Quevedo, al duque del Infantado, al almirante de Castilla, al marqués del Carpio y los condes de Barajas y de la Puebla -mayordomo del rey-, el de Alcaudete del Infante, el de Santisteban, el de Portalegre.

Asimismo, a los marqueses de Castel Rodrigo y Oraní, jerarcas de la Iglesia como el cardenal Zapata, el patriarca de las Indias Diego de Guzmán, el confesor del rey y los predicadores reales. También al cronista Gonzalo de Céspedes y Meneses, secretarios, ayudantes, un sumiller de cortina, consejeros y diversos gentilhombres de la corte.

De viaje

El rey era joven. Al iniciarse el viaje por el sur de sus Estados, el día 8 de febrero de 1624, contaba diecinueve años. El cronista del viaje señalaba que el rey y su cortejo partieron de “Madrid, para los puertos y costas de Andalucía, haciendo aquellas siempre puertas para España, amenazas y horror de sus contrarios, y dejándolas desde entonces con su cuidado, no sólo seguridad de su Reino; pero peligro también de los ajenos”.

Ejemplo del vigor del rey, que no concuerda con el apelativo de “pasmado” con que se le ha conocido, fue su intervención en la plaza de Tembleque -Toledo-, durante las fiestas que conmemoraban su visita. Francisco de Quevedo lo describe así: “En Tembleque, aquel concejo recibió a su majestad con una fiesta de toros, a dicho de alarifes de rejón, valentísimos toreadores de riesgo y alguno acertado […]. Tuvieron fuegos a propósito y bien ejecutados. Su majestad mató un toro de un arcabuzazo, que no lo podían desjarretar”.

El montuoso trayecto por caminos de herradura entre Tarifa y Algeciras, siempre amenazado por los piratas berberiscos de la otra orilla. El montuoso trayecto por caminos de herradura entre Tarifa y Algeciras, siempre amenazado por los piratas berberiscos de la otra orilla.

El montuoso trayecto por caminos de herradura entre Tarifa y Algeciras, siempre amenazado por los piratas berberiscos de la otra orilla. / Fran Trujillo

Asimismo, le dedica esta frase: “Su Majestad está alentado, que los más días se pone a caballo, y ni la nieve ni el granizo le retiran”, para añadir más tarde: “Su Majestad se ha mostrado con tal valentía y valor arrastrando a todos, sin recelar los peores temporales del mundo […]. En esta incomodidad va afabilísimo con todos, granjeando los vasallos que heredó. Es rey hecho de par en par a sus reinos, y es consuelo tener rey que nos arrastre y no nosotros al rey, y ver que nos lleva donde quiere”.

En el mismo sentido se expresó Jacinto de Herrera y Sotomayor al relatar la anécdota que protagonizó el rey en Cádiz: “Reconoció las más noches las centinelas del baluarte, y una de ellas detuvo tanto el nombre, que sufrió gran rato el arcabuz del centinela puesto al pecho. Anduvo siempre en traje de soldado, y de la misma manera su Alteza y los señores todos”.

Resultó que, una de las noches que Felipe IV pasó revista por los baluartes, vestido de soldado y acompañado por el príncipe y el conde-duque y otros, al llegar a una de las garitas, un centinela le pidió el santo y seña. El rey dijo: “Soy el rey” y el soldado contestó que, de noche, él no conocía a nadie, que le diera el santo y seña o le daba un arcabuzazo: “El mozuelo dixo «alarga allá, que de noche no conosco a nadie, diga el nombre o le daré un mosquetaso». Con esto el rey, porque no disparase, dio el nombre. Y al día siguiente le mandó dar una ventaja”.

Estos apuntes indican un carácter del joven rey diferente al que nos ha llegado, si bien puede tratarse de opiniones interesadas, para ganarse su favor.

La descripción que el autor de Historia de la vida del Buscón (1603) realiza de esta complicada expedición, debido al mal tiempo y al estado de los caminos, quedó recogida en su carta al marqués de Velada, fechada en Andújar el 17 de febrero de 1624.

Poco puede añadirse que aporte al conocimiento del lamentable estado en que se encontraban en estos años los caminos de herradura de España. Quevedo menciona que tuvieron que atravesar un camino “estrecho y lleno de trabajos y miserias” cuando la expedición todavía estaba por Linares, aunque el panorama fue el mismo por toda Andalucía. En las inmediaciones de Medina Sidonia, se hizo allanar los caminos para facilitar el tránsito de la carroza real, lo que “exigió la demolición de dos casas, por las cuales hubo que pagar, como indemnización a los dueños, la suma de 80 ducados”.

Dicho estado de cosas se repitió al acercarse la comitiva al Estrecho, donde los caminos eran tan malos como en el resto de Andalucía. Entre Tarifa y Algeciras, las estribaciones meridionales de Sierra Luna hacían el viaje más incómodo, siendo además especialmente peligroso por el merodeo permanente de piratas berberiscos, que solían desembarcar en la costa al amparo de la oscuridad para depredar sobre vidas y haciendas: “Más de un millar de hombres se ocuparon en arreglar y ensanchar el fragoso camino que conducía a Tarifa, ciudad adonde llegó el monarca, escoltándole por la costa un destacamento militar para evitar cualquier peligro”.

El alcalde de casa y corte, Juan de Quiñones y Benavente, fue el encargado de arreglar con antelación los caminos del itinerario por donde debía pasar el rey. Había publicado en 1643 un Memorial de los servicios que hizo al rey Felipe III, que ofrece jugosos relatos acerca del estado de la red pecuaria: “Y habiendo de venir V. Majestad desde Cádiz a Málaga, se enviaron personas de satisfacción que mirasen el camino que podía haber, y si se podía hacer, y los que fueron le hallaron tan dificultoso, que afirmaron no había paso, y en particular desde Tarifa a Málaga; mandóseme que fuese a verlo y habiéndole recorrido, vencí la dificultad con el trabajo que todo lo vence, y juntando mucha gente de los lugares vecinos, asistiendo mi persona de día y de noche en el campo con ellos, abrí camino nuevo, cortando las espesas matas y derribando al suelo árboles; rompí las peñas del arroyo de Guadalmesí (impedimento principal para el paso) con almadenas y otros instrumentos que hice traer de Gibraltar, maestros y oficiales que conduje”.

La ingente labor continuó más allá del Campo de Gibraltar, como ocurrió ya en tierras malagueñas: “En la cuesta de Fuengirola, tan conocida de todos por su altura, por donde pasaron los coches y carros sin detenerse, ayudados con mucha gente que tenía de Alhaurín, que, tirando con maromas, los subían, que pareció imposible”.

Artículo publicado en el número 60 de Almoraima, revista de estudios campogibraltareños. Abril de 2024.

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