Hace unos días se descubría que unas alpargatas halladas en el siglo XIX en la cueva granadina de Los Murciélagos son el calzado más antiguo de Europa, 6.200 años según la datación por carbono 14. Las suelas de estas sandalias realizadas en el Neolítico fueron confeccionadas con esparto, una fibra obtenida de plantas gramíneas que crecen en el sur de la Península ibérica y el norte de África.

En casa nos llamó la atención este hallazgo porque mi abuelo Domingo era un espartero de primer nivel, hacía calzados, sombreros y capachas, entre otras muchas cosas. El arte de la pleita no resulta desconocido para ninguno en la familia, mi abuelo se encargó de dotar a cada hija de un buen surtido de utensilios de este material, aunque hoy quedan reducidos a elementos decorativos que lo rememoran a él y la antigua dura vida rural en los cortijos andaluces.

Resulta llamativo que este arte haya desaparecido en el corto lapso de una generación, una ruptura que teniendo en cuenta el descubrimiento de Granada supone un corte abrupto de transmisión de saberes de miles de años. Es increíble pensar que quizás mi abuelo, al que recuerdo perfectamente trabajar el esparto, hubiera tenido un modo de vida más similar a un hombre del Neolítico que al de un hombre de nuestros días.

El historiador Eric Hobsbawm ya dijo en 2004 que a mediados del siglo XX ingresamos en una nueva etapa de la historia universal que supuso el fin de la Historia tal y como la conocíamos hace 10.000 años, desde la invención de la agricultura sedentaria. “En pocas décadas habremos dejado de ser lo que fuimos desde nuestra aparición: una especie formada principalmente por cazadores, recolectores y productores de alimentos”.

Soy bastante reacio a pensar que todos los avances son positivos, aunque tampoco defiendo una vuelta a un “pasado ideal” perdido. Nuestros veloces “progresos”, dirigidos principalmente para incrementar el consumo, se han realizado a base de llevar al límite nuestro planeta. Por el camino se perdieron numerosos saberes y se eliminaron antiguas formas de vida sostenibles. Bien haríamos en desechar los mal llamados “avances” y empezar a escuchar a nuestros mayores –testigos de estos cambios radicales–, a revisar la historia y en definitiva, a modificar el modo de producción actual para construir un futuro teniendo en cuenta lo más adecuado para las necesidades del ser humano y el medio natural.

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