Buenos días, amables lectores y lectoras. Leerán esto tras los dos días centrales de Nochebuena y Navidad en torno a los que desarrollamos toda una agenda de compras y trabajos culinarios, y cada uno en su escala de cánones decorativos orquestamos desde la simple maceta de flor de Pascua roja y los más atrevidos color rosa, a un sinfín de decoraciones que desde el interior se puede extender como un virus copando fachadas y terrazas e incluso jardines si se tuviesen, en todo un ejemplo de excelso horror vacui, y desde aquí les debo puntualizar que todo lo aceptaré de buena gana, porque desde hace mucho tiempo mi ánimo inquisitorial, ese que me temo que casi todos los españoles y españolas llevamos anidado en nuestros corazones de recuerdos fratricidas, me es ajeno.

Recuerdo los preparativos que en la casa de mi abuela se hacían preparando estas fechas, y todo se vuelve olor a almíbar de miel, aceite perfumado de matalahúga y ralladuras de naranja. Mi abuela comandaba a la cuadrilla de cocineras, que con mi madre y mi tía a la cabeza, recogía también a las niñas de la casa que éramos todas, excepto al nieto varón. Era un trabajo colaborativo, lo que desde la LOMCE es santo y seña del trabajo en la escuela, pero que en buena lógica ya se hacía en las cocinas. Todo se aprovechaba, no había lugar para el despilfarro. Sí a la abundancia y a lo que entraba en el concepto de celebrar. Las niñas chicas, de manitas más pequeñas, y para iniciarnos en los rudimentos primarios, en enormes fuentes donde depositaban molleja y tripas del pavo o pava, embutidas en unos delantales blanquísimos, nos habituábamos a la milagrosa transformación de esas tripas que pasaban de ser intestinos llenos de residuos a con esfuerzo y tijeras (sí, y no asesinábamos a nadie) pasaban a quedar abiertas, y la sal gorda y el limón troceado en gajos con su piel, nos ayudaba a restregar y tras enjuagues y enjuagues, solo observábamos tiras finísimas rosadas que junto al jamón y los huevos sin cáscara enraizados unos en otro formaba la parte fundamental del picadillo que la sopa presentaba junto a al prodigioso hígado y la pieza más fascinante: la molleja. Abierta por la mitad enorme, dejaba ver el trigo que el difunto o difunta había engullido poco antes de sacrificio, junto al brandy y la pimienta.

Y la operación más delicada era quitarle la gruesa capa que revestía su interior y que al quitarla se llevaba con ella todos los desechos, sal y limón, y enjuagues hasta que ya solo quedaba el continente. No sigo con el condumio porque no tengo columna que lo aguante. Pero en mi cabeza queda el sonido de la voz de mi abuela que era amante de lo perfecto, y que iba transmitiéndonos las bondades de lo que íbamos a comer, mientras como costurera prodigiosa unía con pulcritud y efectividad la piel que recubría, ya sin huesos, la estructura que le sustituía, todo un maravilloso relleno, que olía a mejorana y nuez moscada, y que a las 9:30 ni un minuto más ni un minuto menos debía ser el centro de la mesa, por unos instantes, hasta volver lonchado.

¿Que por qué un 27 de diciembre cuento no lo que ocurría hace dos noches, que podría ser el relato, sino de mis 8 años? Porque a veces, prefiero refugiarme en lo que mi cabeza guarda; porque ya los pavos no se crían pastoreados por los niños de la familia, que iban desde Campamento o Puente hasta los campos que rodeaban Carteia, mientras los 4 pavos y pavas comían piedrecillas e hierbas, y en cada casa unos religiosamente, otros festivamente paraban para compartir lo que tenían mejor en sus despensas. No había competición, ni decoración excesiva y unos y otros agradecían estar vivos. Y escribo esto, porque no he encontrado otras palabras para huir de lo tenebroso de este primer cuarto de siglo XXI.

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